lunes, 26 de enero de 2015

Arte sádico

    Aquel día fue el más duro de mi infancia. Yo no sabía lo que iba a acontecer hasta que sucedió. Desde nuestra posición "privilegiada" se veía todo el ruedo, el campo de masacre. Cuando una bestia negra salió de su escondite el público enloqueció a vítores: los quince minutos siguientes se hicieron eternos.

    «Al salir de aquel zulo la luz era cegadora; enfrente de mí, el demonio. Yo estaba aterrado y mi reacción fue atacar como defensa ante el peligro pero mis músculos no respondían correctamente. Entonces sentí un intenso dolor punzante, traté de defenderme pero nada, mi destino era inminente e inevitable».

    La primera estocada parecía haber cogido al toro desprevenido pero estaba claro que le habían hecho algo, se notaba desde su salida que sus fuerzas flaqueaban y sus ojos no mostraban más que una súplica de piedad y rendición. No obstante, aquel hombre que acaparaba toda la atención no parecía percatarse e incluso se le veía disfrutar su momento de gloria. Los segundos eran agujas que punzaban mi inocente corazón y en ese momento en mi cabeza le daba vueltas y vueltas a la misma pregunta: ¿donde está la línea divisoria que separa el maltrato del arte?


    Siete varillas atravesaban ya el lomo del animal y aun así era conmovedora la lucha por aferrarse a su vida pese a que esta solo le hubiera causado un sádico dolor. Cuando se produjo el remate final, cuando el torero cesó su burla y cuando la arena se tiñó de sangre, entonces y solo entonces la agonía se convirtió en descanso.

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