sábado, 4 de abril de 2015

La última lección aprendida

    El anciano se levantaba y lo primero que hacía era ir al baño y sonreír ante el espejo unas cinco, diez o siete veces todos los días, algunas con carcajada incluida. Su nieta chica llevaba tiempo observando tal peculiar ritual matutino pero nunca le preguntó ni comentó nada al respecto. Para ella era la persona más maravillosa y sabia que conocía pues siempre le transmitía grandes lecciones e hiciera lo que hiciese siempre podía aprender algo de él.


     Los años pasaron y cuando la niña se hizo vieja comenzó a fallarle la memoria, habían pasado cosas increíbles a lo largo de su vida y sin embargo lo único que a duras penas conseguía recordar era su infancia. Se equivocaba constantemente con los nombres, olvidaba lo que estaba haciendo en cada momento dejando las cosas a medias e incluso de cocinar, algo que le dolía enormemente ya que siempre había disfrutado  mucho preparando postres para su familia. El Altheimer iba progresando a pasos agigantados y fue entonces cuando temió olvidarse absolutamente de todo. La preciosa  y pura sonrisa que conservaba desde su niñez era lo único que lograba rejuvenecerla y por ello tampoco quiso perderla ni dejar que se volatilizara al igual que sus recuerdos. Fue entonces cuando lo comprendió, cogió un espejo en el cajón del destartalado baño y con lágrimas en los ojos le juró orgullosa a su abuelo, allá donde estuviera, que eso nunca sucedería. Además, al hacerlo, evocaría a la persona que más había admirado y la que nunca había dejado de estar a su lado.


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